viernes, 14 de marzo de 2014

Cachito #5: El Profesor de Coimbra (II)


El Profesor bajó de su portentoso Twingo azul turquesa de tres puertas y salió victorioso después de su aparcamiento extreme marcha atrás, en curva y descendiendo. Nos dijo que estábamos en la Sé Velha, cosa que Claudia, Iris y yo ya sabíamos porque habíamos estado ahí por la mañana viendo iglesias como buenos católicos -sin entrar, eso sí, que clavaban dos pavos los malos católicos que las custodiaban-. 

Supongo que Laura también lo sabía porque, básicamente, estudia al lado. Y es que las facultades de la universidad de Coimbra ocultaban detrás de la iglesia vieja una amalgama de pubs a cada cual más random. Nombrando solo los que yo recuerdo, en veinte metros se condensaban un local de música brasileña, otro de metal -o como dicen en portugués, "pesado"- y el típico en el que no entra ni Dios, que ese también está por defecto en todas las ciudades civilizadas. Yo soy de los que cree en el cielo de los bares fracasados, proyectos iniciados con ilusión que normalmente tardan en irse a pique lo mismo que el dueño tarda en beberse él mismo todo lo habido en la barra.

El plan maestro de El Profesor para acabar con nuestra razón: emborracharnos

Nosotros no lo sabíamos aún pero íbamos a seguir una ruta pluscuamperfecta por la cuál cerraríamos cada uno de los garitos en los que entráramos. Todos conocéis ese estado de realización al que uno llega cuando cierra un bar. Se da por hecho que, al irte de un bar obligado porque el dueño se ha hartado de ti y chapa, se alcanza algo contemporáneamente hercúleo. Se ha llegado a aquello que nuestra sociedad espera de nosotros. 

Todos los que estábamos allí sabríamos más tarde que el artífice de todo aquello, nuestro impulsor y guía espiritual, era El Profesor. Su viveza, sus ambiguos movimientos, su sonrisa asesina y su aguante nos decían que ese tío no podía ser profesor de arquitectura. Al principio de la noche, El Profesor bailaba como bailan esas personas que han crecido en los ochenta y que pese a que saben que ello en 2014 puede resultar desconcertante, tiran de orgullo y reivindican su época estelar. Al final de la noche todo sería muy distinto, ya que cambió la época estelar por polvo estelar.

Laura y yo, diciéndole a la cámara que estamos muy bien en Portugal
y que no hace falta volver a Castellón.

La cuestión fue que entramos al antro de pachangueo brasileño y entre Laura y nosotros se formó una especie de hermanamiento Erasmus portugués al ver que todos nos sabíamos de memoria la mierda brasileira que ponen en las discotecas, que viene siendo un perreo dulcificado. Digo dulcificado porque a veces no entiendes lo que dicen. Me refiero a los Elas Ficam Loucas, Até você vai ficar babando, Levanta o Vestido, Ela não anda, ela desfila y un largo etcétera de acordeones, ritmos arrimacebolletas y noches de triunfo con mañanas de resaca.

Ese era el camino que llevaba la noche, el de la resaca más grande de mi vida. El Profesor no aflojaba el listón pero sí empezó a aflojar la pasta. Empezamos a beber cervezas que se reproducían como el vino de Jesucristo y chupitos de Jaggermeister. El Jaggermeister, ¡ay, el Jaggermeister!. Imaginad que en Alemania bebieran orujo, pues hasta ahí llega nuestra tontería. Y así uno tras otro. Yo, aprovechando la continua bajada de vergüenza, le entré a una tía en portugués y resultó que era de Zaragoza. Era su primera semana Erasmus, ergo estaba demasiado verde aún y por ello la tentativa acabó en rechazo -o eso quiero yo pensar-.

Que dicen que cierran esto, ¡qué cabrones, nos echan! (ATENCIÓN: Segunda medalla de la noche, segundo bar cerrado después de donde conocimos a El Profesor). Mejor, mone a ese de allá que hay ruido. Y giramos 180º grados metafóricos -aún no estábamos tan borrachos como para girarlos literalmente- para ir al pub de metal. 

Una vez allí no recuerdo la cantidad de finos ("cañas", en portugués) que bebimos, pero según los cálculos aproximados del día posterior fueron un total de entre 18 y 20. Pusieron algún temazo y mucha broza. Con la broma llegamos a un momento crítico en el que tuve que ejercer de pacificador. quién me lo iba a decir a mi, que siempre soy el que se mete en saraos. El Profesor se habría metido la primera raya en algún momento de aquellos y le dijo cualquier burrada a una pareja, el novio se le encaró y yo evité mayores. Por suponer, supongo que propuso un trío sencillito. Lo más factible.

Nos quedaba la duda de quién de los cuatro tenía que acabar la noche con El Profesor, para entonces ya confeso bisexual. El tipo había tenido dos novias y dos novios, aunque ahora estaba con una chica. Para desapuntarme de aquél aprieto hice una jugada sigilosa, alegué un mareo que por otra parte era real y salí a tomar el aire para dejar a El Profesor con mis tres risueñas cieguísimas amigas. Sucedió que en vez de tomar el aire, tomé la lluvia. En la calle éramos un barrendero que empezaba el turno y yo. Él meritoriamente estoico y yo meritoriamente agonizante. 

El bar de metal cerró y la noche parecía llegar a su final (tercera medalla). Pero El Profesor no iba a dejar que aquello terminase tan fácil. Su plan mental incluía dos finales posibles: orgía en su casa o asesinato en serie. O uno, o el otro. O los dos, vete tú a saber. 

El desenlace

Llegamos al antro más antroso de Coimbra. Era muy tarde ya o ya muy pronto. El bucle "I'm a serial killer" se había disparado con el alcohol. Revisé en la guantera: al menos no había armas ni bolsas de basura. Ya nos habíamos dado cuenta que quizá la idea de haber ido con él no había sido tan buena. Pero nosotros nos seguíamos riendo como imbéciles. 

Entré al servicio y encontré a El Profesor metiéndose una raya más, cosa que vista ahora puede parecer alarmante pero que en aquél momento me resultó lo más normal del mundo. Como si aquello fuera Un Buen Día y nosotros Los Planetas. El caso es que la coca afectó ya del todo al cerebro de El Profesor y su siguiente movimiento le acabó de consagrar. Éramos quince, tirando muy por arriba, en el local -¡no había ni camareros!-. Pues El Profesor, haciendo honor a su didáctico nombre, se encargó de enseñarles a cada uno de los presentes el mismo paso de breakdance una y otra vez. Supongo que con alguno hasta repitió hasta asegurarse de que lo hacía bien. 

Como no tenemos ninguna foto de él, utilizo esta foto para decir que este es el tipo de
cara que llevaba El Profesor ya avanzada la noche.

Laura y yo huimos de él y les hicimos creer a unos nativos portugueses que éramos Erasmus turcos. Lo cierto es que mi acento turco, con veinte cervezas, suena mucho a intento de ruso, pero esas alturas de la noche les habríamos dicho que éramos negros albinos y habría colado. Al menos nos reímos un rato y, cuando volvimos con la tropa, decidimos que una retirada a tiempo era mejor que una muerte segura. El Profesor ya nos miraba con cara de "vamos a mi casa a tomarnos la última". Y lo que surja. Pero no surgió nada porque usamos la cuerda huida y desaparecimos en cuanto él empezó a bailar a su bola, esto es, saltando, corriendo y moviéndose por los quince metros cuadrados de pista al son de la MTV, que era lo que estaba puesto como sustitutivo del DJ. 

Fue fácil despistarlo entre tanto meneo descompasado. El Profesor, que tanto nos había dado, se quedó allí. Su Twingo, que pudimos robar al principio de la noche cuando salió a sacar dinero y se dejó las llaves puestas, seguía allí, diciéndonos adiós. Era de día. No habíamos cerrado el after pero sí Coimbra y de rebote habíamos sobrevivido. Y ojo, que os puedo decir que no era la opción más probable. 

Aprendiendo de él, habíamos esquivado la última voluntad de El Profesor. Pero ahora, pasado ya un tiempo, podemos decir que, en una noche memorable, nosotros fuimos sus alumnos por una vez. Siempre recordaremos sus enseñanzas, sus extraño castellano y su blanca nariz. Sus hazañas quedarán en nuestra memoria Erasmus. Hasta siempre, oh capitán, mi capitán. Oh Profesor, mi Profesor.